En 1997 mi amigo Claudio se fue a estudiar a La Haya, en Holanda, una ciudad donde el viento tiene días en que se cree océano y te voltea como si nada. En invierno el cielo puede mantenerse gris durante semanas o por lo menos él me cuenta que lo vive así: Gris. Pero puedo dar fe de que es así porque cuatro años después, es diciembre de 2001 y estoy estudiando en Friburgo, viajo a visitarlo en un tren que me muestra en una pantallita las noticias de nuestro país incendiado. Bajo en La Haya y camino por las calles contra ese viento espectacular y las sensaciones desencontradas de estar ahí mientras pasa todo lo que pasa en mi país. Quiero avanzar y el viento no me deja, me río como una niña en el intento, es casi una escena clownesca.
En esa época no existía el mail y mandarnos cartas nos ayuda a sobrevivir estando lejos de casa. En las cartas que me manda está esa constante: el gris del cielo y el viento. Hasta ese momento nunca había tenido presente como el clima puede calar en nuestro ánimo.
*Una de sus postales antes que yo viaje para allá donde quiere incluir amablemente a mi hermana porque justo la conoció pero ella no se llama Marcela, mi hermana es Cristina. Siempre me gustó ese cálido error.
Un día le escribí una carta que era más o menos así:
Hola Claudio, acá te mando los colores del sol. El índigo te lo cuento porque me costó encontrar el tono entre los lápices y marcadores que tengo en esta habitación que estoy alquilando, es una mezcla entre el azul y el violeta.
Te abrazo, S.
Lamentablemente esta postal con efecto cinético y la carta que la acompañaba no la mandé, la encontré hace poco y me dió pena no haberla enviado. La prejuzgué, tenía 26 años y pretendía ser más profunda.
Nueve años después, en julio de 2006, recorro Chubut de punta a punta, pueblos y ciudades de las más grandes a las más chicas, sólo me acuerdo los nombres de las más grandes: Esquel, Gobernador Costa, Río Mayo, Comodoro Rivadavia, Camarones, Trelew, Puerto Pirámides. Nos reciben con cordero a la cruz en cada punto al que llegamos, es por eso que si hoy me ofrecen este platillo, digo no muchas gracias. Viajo como asistente de dirección y entrevistadora para un registro que se hace sobre personas que tenían por primera vez gas para calentar sus casas. Obviamente los fines de todo esto son políticos, pero yo necesito el trabajo y me ilusiona conocer lugares a los que jamás hubiera elegido ir. Algo así como hacer el viaje de otros para hacer el viaje de uno. Todavía no tengo hijos y puedo hacer las cosas sin límite de tiempo y en cualquier dirección.
Mi viaje en Chubut es por las historias de las personas que entrevisto, como ni me dan las preguntas, ni tengo un cuestionario asignado, simplemente conversamos y hablamos del invierno. Para ellas el invierno es la llegada de la tristeza, hablan de esa emoción, nunca de la sensación física de tener frío. Me cuentan de depresiones profundas y finales trágicos. La combustión que da la llegada del calor en estos lugares es el hecho de poder reunirse, de cocinar para más, para muchos, de calentar una habitación y como me dijo Asunta, también de poder estar acá calentitas con mi vecina charlando hasta las doce.
Hasta ese momento para mí el frío podía estar en las manos, en la punta de la nariz, en mis pies, pero en estos lugares el frío había estado en el estómago, en el pecho, en rincones de la mente. Acá el frío cala en el alma y no sólo en los huesos.
En enero de 2009, veo en un cine a cielo abierto Nanook, el esquimal, el documental de Robert J. Flaherty filmado en 1922, ya la había visto en la sala Lugones unos años antes. Esta vez la ví un día invernal que en pleno verano alteró el calendario y la proyección. Era una noche fría y ventosa, como sumando un efecto especial a esta historia sobre habitantes del hielo. Esta segunda vez que veo el documental tomo nota de una secuencia que me queda para siempre:
Nanook y su hijo Allee viajan en kayak y llegan hasta una orilla.
Nanook baja del kayak al niño Allee cuando llegan a tierra, corrijo, al hielo.
De la abertura del mismo kayak donde viajaba sentado Nanook, sale Nyla, su esposa, que viajó acostada en el interior de la embarcación.
De adentro del kayak Nyla y Nanook sacan al bebé Canayou.
De adentro del kayak de Nanook también sale Comock.
5. Por último de la misma abertura Nanook saca a un cachorro.
Ahora es julio de 2024, estoy en Buenos Aires y siento que en esta ciudad y en todo el país, estamos atravesando una helada que está hecha de otra cosa, un frío que pretende paralizarnos, encerrarnos, ignorar al otrx, algo así como que sobreviva el que pueda a este invierno que va a ser más largo de lo que uno quisiera.
Tengo una hija y no es tan fácil iniciar un nuevo viaje en cualquier dirección y por tiempo indeterminado como lo hice en el 2001 o en el 2006. Ahora me toca estar acá y ver cómo mi hija transita su adolescencia en un país que se me vuelve completamente lejano.
Entonces repaso este diario y me repito una y otra vez que hay que pensar más fuertemente en maneras de combustionar el alma para pasar esta helada.
Voy a mandar la carta escrita por colores,
voy a cocinar para más personas que para mi familia.
Voy a hacer de este hueco una embarcación mágica de donde salgan las cosas
más bellas que tenga
para pararlas sobre esta tierra
y voy a meter mano
hurgar
hurgar
inventar espacios
albergar
hacer lugar
para
reunirnos en el hielo
y avivar
juntxs
algún fuego.
PARA VER
I love my Dad (2022) de James Morosini
Una peli que no entra en la calificación de drama, comedia o suspenso, el género sería: Incómodo. El afiche la vende casi como pochoclera, pero te podés atragantar con un pochoclo mientras la ves. Para mí es una historia de esas que nos recuerdan que ningún hijx necesita un padre que no quiera serlo, en esos casos es mejor abstenerse del legado cultural de traer un niñx al mundo.
Nakook, el esquimal (1922) de Robert J. Flaherty
Dejo este clásico por si no lo vieron o porque siempre está bueno verlo otra vez. Este material, aunque documental, tiene una poética infinita en el uso de la luz natural y los reflejos que crea el hielo, la frescura del protagonista hablando a cámara fundando un procedimiento que luego usarán todxs. Los intertítulos que tienen una causalidad informativa también se leen como ficción, como si te estuvieran contando un cuento en la infancia y quizás eso tenga que ver con que el director nos hace sentir que estamos saliendo explorar el mundo como un niño.
PARA ESCUCHAR
Cartas, de Rosario Bléfari
Soy una nostálgica total de las cartas… Extraño escribir con lapicera, esperar para que la comunicación se produzca, no saber cuándo será leída, cuándo me irán a responder. Extraño el papel, el sobre, la estampilla, ir al correo.
Esta canción contiene una idea que adoro y un montón de cosas más: “Las cartas quedaron de nuevo hablando solas”.
RECUERDOS
Los Fracasados del Mal (1993)
A los 19 años mi novio de entonces me dice de ir a ver esta obra en la que actúa Susana, una amiga de su grupo de lo de Augusto Fernandez con los que pasábamos noches enteras. Ah y La dirige Vivi Tellas, alguien de quien sabía poco y nada. El programa tenía una advertencia: ESTO ES UNA IMPROVISACIÓN Lo que ví hacer a Susana esa noche y Rosario y Luciano y Valeria y Javier que hoy son Pampin, por siempre Bléfari, Suardi, Bertuccelli y Rodriguez, me fascinó y reafirmó mi camino en el arte.
Cruzando por estos días unos audios con Susana y Vivi me cuentan:
Improvisábamos pero teníamos boyas, en un momento Luciano podía amenazar con prenderle fuego a todo, en un momento teníamos que hacer que sonara un teléfono para que otro lo atendiera, en un momento a Rosario le agarraba un ataque, en un momento Javier tenía que arrancarme la peluca, eran como 15 o 20 boyas pero nunca sabíamos cuándo iba a suceder todo esto.
Por encender con tanta fuerza esta llama viva que es el teatro y que en estas épocas será sin dudas refugio, a todos ellos, gracias.
Esta foto a color es parte del registro de la reposición de la obra en la biblioteca del Rojas.
LO QUE VIENE
En agosto llega a Paraíso Los esclavos atraviesan la noche, una nueva creación de Ariel Farace, junto a un elenco de artistas conformado por Elvira Onetto, Florencia Sgandurra, Max Suen, Rosario Varela y Juan Manuel Wolcoff, y la colaboración de Celia Argüello Rena, Mia Miceli, Matías Sendón, Valentina Liernur y Ariel Vaccaro.
En Los esclavos atraviesan la noche apuesta a la reunión de artistas de diferentes trayectos, generaciones y disciplinas, para orientar el cuerpo, las palabras y los gestos a preguntas sobre la existencia, las formas de hacer comunidad y de traducir el presente en otra de sus piezas-poema. En esta obra, la poesía de los textos contrasta con la violencia que sugieren las acciones y el relato. La dirección combina sutilezas y trazo grueso, mímica y contacto, belleza y patetismo. Ese contraste es un instrumento primordial para dar cuenta de la época: el campo imaginario que propone la ficción confrontado al realismo de la emergencia social imperante. Una creación intempestiva para tiempos urgentes.
¡Nos vemos en agosto!