Gustavo Tarrío es de esxs artistas de lxs que no se sabe muy bien cómo será su próxima obra. Y no porque no tenga un territorio de trabajo definido ni una mirada estética precisa y singular. Sino más bien porque su obra está abierta a la conversación; su obra no se confirma a sí misma, sino que entabla vínculos con otrxs. Como si fuera una obra poco egoica, con un espíritu siempre abierto, como un club.
¿Qué sucede entre una obra y otra? Es interesante cuando se percibe en la obra de una artista, que ha pasado vida, que la estructura con la que trabaja es permeable y orgánica a los acontecimientos. Y no por tratar ciertos temas de agenda, sino en su forma de ser, en su materia. Entre una obra de Gustavo y otra, se nota que han pasado cosas, no solamente a él sino al cuerpo de un país en el que él vive y en el que crea. Sin ser nunca explícito, el tiempo en el que vive está presente como una forma de compromiso.
En Ha muerto un puto, se atraviesa la vida de Carlos Correas, un escritor que fue joven en los ’70 y que se suicidó en el 2000, que fue a la cárcel por escribir un cuento en el que dos hombres se besaban, que escribió sobre la homosexualidad, sobre el deseo juzgado y prohibido, y sobre el ser de noche, ese espacio de tiempo donde mientras muchas personas duermen, otras viven con la libertad de ser que no sienten en ningún otro momento del día.
La obra es un coro, una vida contada por diferentes cuerpos y voces. Porque una vida es literal y metafóricamente, muchas vidas. Y contar una vida es abrir esos agujeros donde todas podemos entrar y sentirnos identificadas, aunque nada de eso nos haya pasado exactamente así, o aunque todo eso nos haya pasado así exactamente. “Importa y no importa sobre quién se escriba; siempre se está hablando de las heridas de la humanidad”, decía en una entrevista la poeta Leanne Betasamosake Simpson. Una obra sobre Carlos Correas hoy, podría ser una obra sobre el poder, una vez más, arrasando la vida. Y sobre la poesía, una vez más, sosteniéndonos.
“Érase un animal sangrante y dulce
de rostros numerosos
de cuyas heridas manaba la música y el sudor”
Tarrío tiene un don, es valiente y amable. Sus obras también lo son. Amables no por suaves, no por cándidas ni ingenuas. Amables porque creen en lo humano, porque nos devuelven al mundo creyendo en él y no con ganas de incendiarlo. Y es valiente porque desde ahí habla y nombra lo que muchas veces no se quiere mostrar ni decir. Es valiente también porque prueba, porque hace teatro musical y físico sin ser músico ni coreógrafo, pero tiene un cuerpo y una voz, y la música de sus obras sale de cuerpos, como el tuyo y el mío. Quizás sea por eso también que su teatro es conmovedor. Porque hay algo de la música como capacidad compartida, como posibilidad de decir lo que sin música quedaría demasiado duro, o jactancioso, o retórico. El canto atraviesa el cuerpo justo donde hace falta que se afloje. ‘Yo canto y me viene la emoción. ¿Qué hubiera sido de este llanto si no cantaba?’, dice una copla tradicional del norte argentino.
Tarrío encontró en la música y en el canto una manera del habla. Ha muerto un puto me hace pensar en una forma de teatro político singular. Una manera de recuperar vidas que nos permitan generar una tradición nueva, compuesta de todas las historias que quedaron en los márgenes. Y ahí la música abre, como el teatro en las plazas, como el teatro trashumante, esa tradición de contar historias para que sigan vivas, la memoria oral como estrategia contra el olvido. La música en las obras de Tarrío generan cercanía.
Pocos elementos, simples, conocidos. La capacidad de transformación está en el cuerpo. La fragilidad de la puesta, la magia hecha con materiales baratos, la fricción de los cuerpos que se encienden entre sí ¿no es eso ya una declaración? Las obras de Tarrío tienen en su mayoría ese signo, el de un teatro que genera belleza con elementos sencillos, baratos podría decirse. Y esa materialidad genera también un tipo de afecto, de relación con el mundo. Tarrío se corre del lugar de director hegemónico, potente, jerárquico, con cosas para decir y grandes estructuras que montar. Tarrío es un artista que conversa, cuya obra no habla desde su subjetividad sino de vidas hechas de encuentros. Siempre invita o se alía con otras artistas con las que conspirar. A veces trabaja textos de otras personas, la mayoría de las veces co-dirige sus obras. Su mirada y su afectividad es colectiva, se posa sobre territorios de otros, sobre textos de otros, sobre la colaboración. Dirigir o escribir es a fin de cuentas, arengar, proponer. “Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”, dice un poema de Alejandra Pizarnik. Y esa frase podría hablar de la obra de Correas, de Perlongher, de Lemebel, de Genet. También de las que hace Tarrío junto a otras personas.
Cuando Carlos Correas va a juicio a fines de los 50, los fiscales le preguntan por su vida sexual. Era un juicio a un escritor que había escrito un cuento sobre el deseo entre dos hombres. Ese artista tiene que responder por su intimidad, por sus elecciones sexuales y vitales. Ese artista que es parte de otros miles de artistas, abrió camino poniendo el cuerpo, a un costo alto. Y nos permitió a muchas, saber que no estábamos solas, y que valía la pena contar las historias prohibidas. Hablar del miedo, del odio, del terror que el poder le tiene al deseo y al amor. Invocar es un acto muy teatral, una capacidad suya, más bien. Esta obra invoca esa vida; y eso nos invita a pensarnos desde un compromiso con nuestro tiempo y con quienes estuvieron antes. Los cuerpos en escena siempre están en el presente, y eso es vitalidad pura. Al invocar una vida, se piensa también en los legados de los que queremos ser parte. Y de los que no. Esta obra podría ser un homenaje. Un homenaje a Correas, claro, pero también a la escritura o al arte como manera de resistencia y activismo. Y amor.