El último mes me propuse usar muy poco el celular. Me puse un cartel en mi estudio, otro en mi computadora. Salí a hacer compras y con mi hijo a la plaza sin llevar el teléfono. En los viajes en colectivo y en subte, pacté no sacarlo de la mochila. A los pocos días, empecé a soñar más y a sentirme menos cansada. Empecé a tomar nota de conversaciones que fui escuchando y de escenas que fui viendo en ese tiempo recuperado. Tenía más espacio adentro y más espacio para el afuera.
-Dos señoras sentadas delante mío en el 110 charlan mientras se dan la mano. Una le cuenta a la otra de un video que vio la noche anterior: ‘Una madre venezolana llora en una crisis de angustia porque se llevaron detenido a su hijo de veinte años mientras participaba de una marcha pacífica. La mujer está junto a otras personas afuera del centro de detención y nadie sale a explicarles dónde están sus hijos’. Mientras le cuenta sobre el video, la otra mujer escucha atenta. Después dice: ‘Yo no quise ver nada de lo de Venezuela. Ya no soporto tanta angustia’. Y se quedan las dos en silencio mirando por la ventanilla como si ahí afuera hubiera algo que las pudiera consolar. La que había estado hablando dijo: ‘¿Y acá? Deberíamos estar en la plaza todos los días; pero estamos deprimidas yendo a visitar a Marta que nos hizo panqueques’. La otra hace un chiste sobre los panqueques de la amiga y después dice, como hablándose también a ella misma: ‘Está todo muy oscuro, pero ya estuvo así otras veces. De alguna manera esto va a pasar’.
-En el subte, dos mujeres entre treinta y cuarenta años están en una conversación muy encendida. Una dice: ‘El problema es sentir que defienden a Palestina de manera automática porque es una causa de izquierda’. La otra casi interrumpiendo le dice: ‘¡El problema es que los judíos defendamos de manera automática a Israel! No podemos seguir pensando en nuestra supervivencia por encima de todo. Yo no puedo defender lo que está pasando ahí. Y mirá que tengo tíos, tías y primas en Tel Aviv y en Haifa’. La última palabra suena entrecortada y en ese momento la mujer se larga a llorar.
-Una mamá y un nene de cinco, seis años charlan compartiendo el asiento de un 78 atestado de gente.
–¿Qué es aburrirse?, pregunta el niño.
–¿No sabés lo que es aburrirse?
–Sé lo que es cuando no se me ocurre a qué jugar, ¿pero qué es?
La madre piensa.
–Es cuando perdiste la posibilidad de fascinarte con el mundo. Ojalá no nos pase nunca.
El nene le da un beso a la mamá y le dice:
–No nos va a pasar nunca.
-Veo a un señor no vidente parado en la esquina de Los Incas y Triunvirato. Mientras me acerco, otra señora ya le está hablando pero me arrimo igual por las dudas. Nos cuenta que necesita ir al banco ahí a un par de cuadras. La señora me mira como invitándome a ser parte de la caminata y me sumo. Ni bien cruzamos la avenida, ella le pregunta: ‘¿Usted nació así?’. Me sorprende tan directa. Lo miro al señor para ver cómo se lo toma. Nos empieza a contar que fue vidente los primeros años de su vida y que de a poco se le fue nublando la vista. Que todavía se acuerda de algunas cosas, de cómo se ven los ojos y la piel de la gente, de los árboles, de la luz y de la cara de su mamá, que nunca envejeció porque en su cabeza sigue igual que cuando él era chico. De cómo ve algunas sombras, de cómo los sonidos se vuelven materia, y del olor de lo vivo. Disfruta contarnos. La mujer escucha extasiada y yo, que había salido apurada, pierdo el tiempo de una manera perfecta.
En este último mes, leí a una filósofa feminista que se llama Lisa Baraitser y se especializa en formas y tareas del cuidado. En uno de sus textos dice: “Nuestra cultura le puso un adjetivo al tiempo que no es definido por un resultado concreto dentro del intercambio de capital: vagancia. Y llenó nuestra vida de tareas, de burocracia, de horarios laborales, de necesidades superfluas. Cada vez hace falta trabajar más y más horas para acceder a lo que necesitamos para nuestra supervivencia. Y el tiempo libre lo pasamos conectadas a dispositivos de distracción engañosa. Todo nos roba el tiempo. Y el tiempo se oculta. Nuestros cuerpos se alejan de sí mismos y de los otros. El tiempo amplio es aquello inesperado que ocurre en el segundo mismo que le damos espacio. Todo en nuestra vida contemporánea impide que irrumpa el tiempo desconocido. Este texto es un pedido urgente para que podamos seguir sosteniendo la vida: Necesitamos hacer espacio. Y defender las prácticas de cuidado personales y comunitarias sin las cuales la vida desaparece. Son prácticas que mantienen las conexiones entre las personas, entre las personas y las cosas, entre las personas y otros seres vivos, entre las cosas y las cosas, entre las personas y los lugares, entre lo visible y lo invisible. Son las prácticas que el sistema capitalista pone en peligro las que necesitamos reparar para sostener la vida”.
A mí también me pasa como a la señora del colectivo, que a veces siento que necesito dejar de saber. Y también me pasa como a la chica que se largó a llorar en medio de una frase por la violencia estructural de los sistemas en los que vivimos. También soy esa madre que siente la responsabilidad de creer en el mundo y mantener la mirada encantada para legarle eso a mi hijo.
Estamos todas acá, viendo y experimentando distintos desastres. Y en medio de eso, todavía está la vida. Hace poco una amiga me dijo: La gente quiere irse al monte, a las sierras, pero acá tenemos un río que todavía está vivo. Que aunque contaminado y fétido, es nuestro y está acá y nos necesita. ¿Adónde nos vamos a ir? Quizás haya que quedarse en un lugar, tomarse el tiempo para mirar lo que hay y tratar de salvarlo.
PARA LEER
Poesía
Daniela Catrileo, Elvira Hernández, Roberta Ianamicco, Laura Wittner, Paula Peyseré, Clara Muschietti. Sus poemas están en internet y basta leer uno o dos para que las palabras hagan lo suyo adentro el cuerpo y cambien la vibración de la sangre. Les comparto uno:
EN UNA GOTA DE AGUA, Elvira Hernández
En una gota de agua
los pájaros se sacian
se refrescan
se miran.
Debemos transformarnos
se dicen.
Alguna vez fuimos dinosaurios.
PARA ESCUCHAR
Las plantas cuando lloran
Hace poco escuché cómo lloran las plantas cuando tienen sed, cuando están infectadas o algo las estresa. Es un sonido imposible de captar por el oído humano porque tiene frecuencias muy muy bajas. Pero sí lo pueden oír los insectos y los mamíferos pequeños. Acá les comparto cómo suena, grabado y amplificado para que nuestros oídos lo puedan captar: https://www.eurekalert.org/multimedia/979177
CAMPO REAL
Andar
Caminar por la ciudad con el celular lejos. Visitar el Cementerio Británico, un bosque sobre lápidas. Quedarte ahí leyendo un libro. Ir a Mataderos, Villa Pueyrredón, Villa Santa Rita, Agronomía, barrios bajos que invitan al andar. Ir al río. Cada tanto ir al río y acordarse que está ahí. Sentarse o pararse un rato a mirarlo. Cuando nos distraemos, quedarse todavía un rato más. Romper la inercia de la ansiedad, de la atención dispersa y llenarse de río. Invitar a unx amigx a caminar sin rumbo.
LO QUE VIENE
Para partir, de Ignacio Sánchez Mestre
A Ignacio le decimos Ingu y sus obras se parecen mucho a él. Son luminosas, inteligentes y sensibles. Las actuaciones tienen una impronta particular de construcción y presencia. La emoción se va armando y se cuela por todos lados, como quien no quiere la cosa. En esta obra, un padre se suicida y sigue estando cerca de su familia mostrando las lealtades, los mandatos y las herencias que llevan los cuerpos que son parte de un sistema común. Es una fiesta de la actuación grupal y un viaje por una dramaturgia de los vínculos llena de detalles resplandecientes. ¡Allí nos vemos!
Muy interesante esto sobre las plantas cuando lloran:
"Hace poco escuché cómo lloran las plantas cuando tienen sed, cuando están infectadas o algo las estresa. Es un sonido imposible de captar por el oído humano porque tiene frecuencias muy muy bajas. Pero sí lo pueden oír los insectos y los mamíferos pequeños."
Y el recurso que has compartido en tu post sobre ello.
Hermosísimos textos , gracias